La tarde estaba completamente despejada, con el sol de medio día y el cielo azul anunciando un calor inminente que duraría el resto de la noche. Había llovido por la mañana, por lo que la tierra mojada desprendía el vapor de los charcos que ahí se habían formado. Era una tarde de verano hermosa para ir a admirar una corrida de toros.
La gente iba acercándose poco a poco a la plaza central. Los puestos del mercado tenían vida propia, y se exitaban más con la cantidad de visitantes que por ahí paseaban. La venta de comida, de recuerdos e ilusiones. Las personas se detenían a mirar lo que ahí se ofertaba, y regateaban con los comerciantes para obtener el mejor precio.
El olor a grasa animal quemada impregnaba el aire, el ruido bullicioso de las trompetas a lo lejos, el sonido de fiesta y la música de lídia llenaban el ambente de felicidad. El sentimiento de emoción en los corazones por presenciar una corrida más en esa plaza se mezclaban para hacer un día perfecto.
Miles de canciones se han escrito, de lidias que han quedado grabadas en la memoria del pueblo, con faenas que han hecho llorar de emoción y alegría al más fuerte y rudo de los asistentes. Canciones que han sido pasadas de generación en generación, y que han colmado de alegría a las masas que recrean en su mente las más grandes coplas y los mejores versos describiendo a sus héroes.
Dentro de la plaza, el silencio se hizo presente cuando el presidente dio por iniciada la fiesta. El respetable admiraba el paso de los rejoneadores y monosabios, de los picadores y banderilleros. Todos caminaban con paso decidido y elegante al centro del ruedo, pisando los pétalos de las flores tiradas a su paso, esperando enfrentarse a tan hermoso y noble animal, como lo es el toro de lidia.
Después de terminar el paseíllo, se escuchó el tronar de los cohetes en el cielo, y el publico comienzó a gritar de jubilo ante la apertura de las puertas del callejón. Desde los toriles, una bestia embravecida y majestuosa hizo su aparición veloz ante la mirada de asombro del respetable. Era su fuerza y su porte el que llenaba de temor al más valiente de los matadores. Y es de esa valentía demostrada ante el ruedo, que se formaban las leyendas de nuestras canciones. Era una tarde de verano perfecta y hermosa para ir a admirar la fiesta brava...
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