domingo, 24 de febrero de 2013

Soledad

Levanto la mirada, y ahí se encuentra el reflejo del sol en mis ojos. Tengo que cerrarlos porque la oscuridad de donde vengo me ha acostumbrado a las sombras. Doy dos pasos trémulos, sintiendo el frío del viento entrando en mis pulmones. Doy tres respiros largos y profundos. Me cala las entrañas, pero esa frescura me agudiza todos los sentidos. Ya no hay sombras, ya no hay ese olor a viejo y rancio que todo impregnaba hacía unos días.
 
Abro poco a poco mis ojos. Ya están adaptándose a la luz, por lo que ya puedo ver más allá de la blancura inicial. Estoy parado a la mitad de un campo verde, con una línea de árboles que me rodea en todas direcciones a lo lejos. Cada árbol tiene por lo menos 300 años de altura. Acaba de amanecer. El rocío impregna todo a mi alrededor, llenando de brillos y diamantina líquida cada pasto, cada hierba que toco con mis manos. 
 
El cielo azul está manchado de tonalidades moradas, rosas y naranjas. Nubes pasajeras reflejan los rayos de la mañana, dibujando figuras y barcos en un mar de aire.  Tengo helados los pies, me doy cuenta que estoy descalzo. Cierro los ojos, y busco algún sonido familiar entre aquella soledad. Nada. Espero detenido en el tiempo una señal de algo, de cualquier cosa. El viento mueve las copas de los árboles a lo lejos. Se escucha su danzar, silbando ligeramente cuando el viento acaricia sus hojas. Pero no se escucha nada más. Estoy solo en esta inmensidad. 
 
Abro los ojos. Me doy cuenta que tengo los puños apretados. Lentamente suelto mis manos. Caen cenizas y hojas, cartas que alguna vez significaron algo para alguien. Todo se ha quemado, no hay nada más que escribir en esa historia. No quedan más que esas viejas páginas que se lleva el viento para nunca jamás volver a ser leídas. Levanto la mirada, siento como el sol va calentando mis pies y mis manos. Ya no me siento solo. Doy unos pasos más seguros, ya no tiemblan mis piernas. Voy haciéndome consiente de mí mismo poco a poco. 
 
Respiro nuevamente, me llena el olor del césped y la tierra. Podría quedarme ahí para siempre, pero debo avanzar. Ahora me dirijo hacia los árboles. Veo a lo lejos un camino que se abre paso entre la espesura del nacimiento del bosque. Me dirijo hacia allá. No hay nada familiar en todo esto que estoy viviendo. Los árboles son más grandes de lo que yo esperaba. Conforme me acerco a ellos, veo lo grandes que en realidad son (por lo menos 400 años de altura). Avanzo determinado a entrar a ese camino. Desvío la mirada a la derecha y me encuentro con otra senda más. Examino de nuevo la línea de árboles. Hay un camino nuevo cada par de segundos después.
 
Me detengo. Cada camino se ve oscuro desde donde estoy parado. No sé a dónde se dirigen, ni qué cosas encontraré ahí. Un sentimiento de angustia embriaga mi interior. Cierro los ojos nuevamente y espero una señal. De pronto siento la necesidad de caminar por ese camino que me había llamado desde el principio. Ya no hay angustia. Me adentro en la oscuridad del pasaje y me pierdo de nuevo en la soledad y oscuridad que tan bien ya conozco, no sin antes voltear por última vez al claro de donde caminé. Hay alguien parado a la mitad del campo, con los puños apretados, con la cabeza dirigida al cielo, y con los ojos cerrados. Está descalzo, en medio de esa soledad tratando de entender quién es…

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