Sostengo una moneda, que con un resplandor carmesí se apaga lentamente entre mis manos, mientras granos de arena pintados de Sol caen desde mis dedos. La chispa aún encendida, deja de iluminar poco a poco mi recámara, mientras miro por la ventana.
Abrazo la oscuridad de la noche contra mi pecho, con la fuerza de un niño apretando la mano de su madre en una noche de tormenta. Sostengo, aún en mi mano, un pedazo de Sol apagado y marchito.
Cada esbozo de negrura que la noche pintada de azul me regala en el rostro, no hace más que recordarme el silencio encerrado en las palabras hermosas que ya no te diré jamás. ¿Dónde te encuentras? ¿Qué palabras no me dirás nunca más?
Las nubes pasajeras cargadas de lluvia, enmarcadas en el cielo, se esfuman en la distancia y se transforman a cada instante. Una sombra viaja entre las copas de los árboles, apagando a cada segundo sus hojas encendidas de blanco.
Mientras, un rayo luminoso se cuela entre las montañas, y amanece entre las nubes el amarillo y el naranja del día. El resplandor de las gotas de oro llenan el cielo, mientras en los cerros, la vida nace de una chispa apagada.
Abro la mano para dejar caer las cenizas del Sol, aun apretadas contra mi pecho. El viento se las lleva a la distancia, lejos, donde nadie puede tocarme. No hay entre mis dedos una pizca de nada, sólo frases vacías que se le dicen a nadie.
La luz, con los ojos cerrados, con manos tibias en mi rostro limpia las sombras de mi alma. Su calor me baña mientras abrazo al amanecer. Con una sonrisa infantil, se acerca y me toma de la mano, susurrándome al oído mientras levanto la mirada, frases vacías, y palabras hermosas…